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miércoles, 22 de mayo de 2013

El trono de la reina Jinga, Alberto Mussa



Título original : O trono da rainha Jinga 

Editora Nova Fronteira, 1999


Creo que esta obra encaja perfectamente en lo que es una nouvelle, y quizá sea la única etiqueta que me atreva a ponerle. No es del todo una novela histórica, pero hay mucho de una parte de la cultura africana de la que se nutre este enorme y multicultural país que es Brasil. No es del todo una novela policíaca, pero cuenta con muchos toques y retintes de aquel género, incluyendo algunos misterios y hasta un caso a resolver. Alberto Mussa nos entrega en veinticinco pequeños capítulos (de tres páginas cada uno, algunos menos que eso) varias historias cortas que se entrelazan, ambientadas en lugares tan disímiles como Río de Janeiro, Goa (India), y Angola a inicios del siglo XVII. 

Mendo Antunes es quizá el personaje principal, la conexión con los otros personajes: comerciante y aventurero, llega a Angola huyendo de la India por la competencia española para ejercer su negocio llegando así a conocer a la reina del título, Jinga, soberana de Ndongo y Matamba, personaje enigmático, poseedora de una fuerza e influencia tan grande que intimida sin necesidad de mencionar palabra alguna. Ella se desenvuelve bien tanto en portugués como en kimbundu, el idioma más utilizado en Angola, aunque muchas veces sus frases concisas pero certeras son una mezcla de ambos idiomas; ella decidirá como estrategia convertirse al catolicismo, adoptando el nombre de Ana de Souza: Mussa nos presenta a una mujer con semblante de divinidad. También, en su reino tenemos el misterio por averiguar quién mató a Calunda, y el asesino está entre las propias huestes de Jinga. Por otro lado están un grupo pequeño de religiosos quienes gustan de las artes de una hechicera azoriana, serán asaltados a la salida del recinto quedando al descubierto ante las autoridades religiosas su reprensible devaneo. También están los esclavos Ignacio y Cristovão, el primero la antítesis del segundo aunque ambos jueguen sus particulares papeles en “la hermandad” a la que se le consigna los diversos asesinatos de gente blanca. Ignacio es un esclavo considerado civilizado por haber recibido educación, siendo inclusive secretario de Mendo Antunes, ya Cristovão defiende con pasión sus creencias y va a la deriva por su enfermo amor hacia Ana, una malvada esclava que pareciera en el fondo deleitarse con el martirio que Cristovão se auto inflige en nombre de ese amor. El auditor general brasileño Gonçalo Unhão Dinis llega a Angola e ipso facto entra en contacto con Mendo Antunes para ayudar en la interpretación de unos antiguos pergaminos encontrados al interior de un atado. Ya el indio Lemba dia Muxito es el encargado de preparar las drogas que Ana requiere, y en especial el divumo diazele el purgante más poderoso con que cuenta la hermandad, motivo de orgullo para su creador. 

En cada capítulo se alternan las diferentes voces de este variado grupo de personajes, y desde su óptica conocemos este delicioso enredo, lleno de individuos fantásticos, y aunque muchos nombres existieron realmente el autor les depara un futuro diferente al real. Pareciera que Mussa se regocijara encontrando un fabuloso hecho y/o personaje en la historia y de ahí partir a elucubrar una ficción que pareciera no tener fin. Me parece que le debe ser difícil ponerse un límite en el momento de elaborar su ficción ya que su escrita parece transmitir esa pequeña explosión de felicidad desde el momento en que investigó descubriendo ciertos hechos de la historia para poder así comenzar a alucinar sobre aquello y concatenar las historias. Ya mi goce como lector está en descubrir parte de todo un mundo totalmente ignorado hasta ahora: la cultura africana, con sus idiomas, dioses, costumbres, aunque aquí todo esto no sea el tema principal, se desarrolla parcial y paralelamente a la acción de sus personajes, casi como de soslayo: 

“Cuando apenas Ngunza y su mujer habitaban el mundo, cuando el cielo y la tierra estaban próximos, él, aburrido, pidió a Zambi que les diese un compañero. Zambi le prometió que les daría un hijo. Entonces, cuando la mujer de Ngunza quedó embarazada comenzó ya a preparar con el pilón la comida del niño. Pero lo hizo tan fuerte que dio con la punta del mortero en el cielo. Zambi, indignado, separó el cielo de la tierra, dejó sola a la pareja y maldijo al niño, previendo que él traería el mal a la tierra.

Cuando Cariapemba nació, comenzó a pedir comida, porque tenía que crecer. Ngunza le llevó pájaros, serpientes, pescados, perros, lagartos, cabras, antílopes, cualquier animal que encontraba en su camino, y Cariapemba no paraba de comer.

Un día, Ngunza fue a cazar y al regresar con las manos vacías, vio cómo Cariapemba comió a su propia madre.

Entonces Ngunza maldijo a Cariapemba, diciéndole que no tendría más comida y no iría a crecer. Cariapemba decidió comerlo, y Ngunza tuvo que atacarlo con su cuchillo.

Comenzó así a cortar a Cariapemba en pedazos; pero él no moría. Cuanto más Ngunza lo cortaba, Cariapemba aún más se multiplicaba, en seres menores que huían por todos lados.

Por eso Cariapemba no crece, pero tampoco desaparece. Continúa del mismo tamaño, con sus pedazos diseminados por el mundo entero.”

Fragmento del capítulo 21, pág. 88. Historia narrada por Jinga.






¿Es esto una leyenda encontrada e inserida en la historia o pura ficción del autor? No lo sé, pero me resulta más que interesante.

Buscando un poco a raíz de esta lectura encuentro que en Cuba el demonio aquel es llamado de Kadiempembe, el espíritu maligno de brujos, asesinos y suicidas. Zambi, también es llamado de Olorúm, es el Dios Supremo en la religión Candomblé. Ya Ngunza aparece en un mito Bantú, donde Kalunga –considerado al sur de Angola como Dios Supremo y el creador de todos los hombres- lleva al hermano menor de Ngunza al mundo de los muertos. ¡Cómo no puede ser interesante ese cachito de todo ese vasto universo! 

Pero el verdadero placer está en esta amalgama creada para desarrollar la historia que Alberto Mussa nos quiere presentar, donde encontramos aquello de que el dolor lava, el dolor limpia. Así también, el mismo miedo, respeto, curiosidad que Mendo Antunes parece profesar hacia la reina Jinga los hago míos ante ese maravilloso y misterioso personaje que ella encarna.   

Al Perú (quizá a México con la rica cultura azteca, y demás países centroamericanos con la cultura maya: no sé si exista en Centroamérica algún escritor con estas características) le hace falta un escritor con estas ganas de meterse a la biblioteca a investigar, visitar los sitios arqueológicos incas, pre-incas (aztecas y mayas para los centroamericanos), encontrar datos y personajes interesantes que debe haber y varios, y comenzar a inventar desde tal o cual punto; quién sabe, quizá Mussa algún día se anime.



El manuscrito que intercepté y que ahora yacía en el poder de aquel singular hombre, era de hecho enigmático. Se trataba de un pedazo de un antiguo documento, rasguñado en su revés. Estaba dentro del odre, formando un pequeño rollo, oculto debajo de unos sucios harapos, cosido por una inhábil mano, y envolvía a su vez unas hierbas dañinas, muy parecido a esos amuletos típicos de las brujas, también difundidos entre los africanos.

Mendo Antunes –que según él mismo aprendió aquel dialecto por sus andanzas en tierras africanas- pudo leer, con alguna dificultad, lo siguiente: 

 Múcua njinda
cariapemba uabixe
uajibe tata uajibe mama
uajibe dilemba uajibe muebo
uajibe quitumba bunjila
ni dicata buquicoca 

 - Interesante... -dijo-, tengo la impresión de conocer esos versos, aunque no recuerdo de dónde. 

 De aquello que él llamaba de versos o lo que fuese, la traducción fue la siguiente: 

 Bravo, el diablo llegó.
Mató a papá; mató a mamá;
mató a tío; mató a sobrino;
mato un ciego de una picada;
un tullido en el camino.
 

Lo miré con profundo desaliento. Aquello no contenía algún dato objetivo. Parecía un conjuro, una fórmula para encantar, una oración de algún aquelarre, pero sin ningún sentido, sin ningún albo definido. En fin, no habíamos obtenido nada, ninguna pista.  Y era de preocupar el hecho de que había gente de mi familia inmiscuída en esa hermandad que surgía ahora más perniciosa y aterrorizante que la armada de los bátavos. 

Súbitamente, un griterío en la calle irrumpió en el silencio. Dejamos de pronto los papeles y nos acercamos a la ventana. Era todo un tumulto en las escaleras de la matriz, pero aquella masa de vendedores ambulantes, mendigos, transeúntes, y desocupados no permitía una visión de la escena. Irritado, Mendo Antunes llamó: “¡Tío! ¡Eulalia! ¡Ignacio!” Una joven mucama acudió a los llamados. 

 - ¿Qué sucede en la iglesia?- Un loco, señor. Un enfermo. Está realizando sermones en nombre de Judas. Dicen que quiere matarse

Ya me abalanzaba por la puerta de enfrente cuando me alcanzaron, y pudimos apreciar el espectáculo: arqueado, sangrando, chicoteándose los propios flancos, un esclavo era expulsado del templo por el sacristán, que trataba sin éxito alguno esquivar los azotes. 

¡Afuera mula...! ¡Móntalo sacristán! – eran las burlas que dominaban e impedían las sinceras tentativas de auxilio. De repente, una guayaba con la ruta incierta acertó de lleno en la nariz del sacristán, que vaciló, algo zonzo, perdiendo el reflejo necesario para evitar el impacto del azote en pleno rostro. 

En aquel instante, llegaba finalmente la guardia, precipitándose sobre el esclavo que, abriendo los brazos se ofrecía francamente al linchamiento. Y hubiese perdido los sentidos si mi autoridad de auditor general, acompañado de Mendo Antunes, no consiguiese quebrar el cerco de la resistencia.

 Vacilante el flagelado superó el dolor para ponerse en pie: iba a pedir perdón al sacristán herido, pero se inmovilizó de repente. Su rostro fue encubierto por una fina expresión de ternura. Parecía fijar la mirada en un punto cualquiera de la confusión. Fue cuando se contuvo, y proclamó la herejía:

 -         Judas también sufrió. Y sólo debe existir un sufridor para que el mal acabe.

 En seguida, arrebató el chuzo al cabo de la guardia y, con movimientos precisos y rápidos se vació los ojos, rodando desesperadamente por las escaleras de la matriz.

Capítulo 2. Pág. 9 a 11. 

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