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lunes, 13 de agosto de 2012

Maguaraya Arriba, José Lorenzo Fuentes




1963
Dirección de publicaciones
Universidad Central de las Villas.
 

Encontrar un libro de José Lorenzo Fuentes (Santa Clara, 1928) es de por sí toda una sorpresa, y cuando veo que es el primer libro que le fue editado en su natal Cuba la sorpresa llega a bordear el espanto. 

Se está volviendo incontable los libros que están fuera de catálogo que van apareciendo en perfecto estado de conservación ¿Cómo llegan estos ejemplares a librerías de viejo brasileñas? Un librero me comenta que son dos las maneras de cómo se abastecen: la más importante, ellos compran cajas cerradas de libros de un idioma extranjero específico –en este caso el castellano- en São Paulo, cargas que vienen directamente del puerto de Santos, y sin saber qué hay en su interior lo dejan a la suerte haciéndose de ellas encontrando en su interior libros de recetas, de historia, de mecánica, etc, mezclados con ediciones antiguas de Alianza Editorial de Jorge Luis Borges, Naguib Mahfuz, Chrétien de Troyes, Rafael Cansinos-Assens; ediciones de Barral Editores de Vargas Llosa, Bryce Echenique, Gottfried Benn, Hans Erich Nossack; de Seix Barral de Milan Kundera, Pablo Neruda, Vargas Llosa de nuevo; de Tusquets Editores hay Georges Simenon, Julio Ramón Ribeyro, Milan Kundera de nuevo;  y un largo, muy largo etc, en algunos casos hasta hay ejemplares repetidos; y la segunda manera, no menos importante: viajeros que llegan a vender sus ejemplares tras haberlos leído, en este caso generalmente los libros no están en tan buen estado. 

Retornando al libro encontrado últimamente: este conjunto reúne catorce relatos con diferentes resultados, desde los que no enganché ni un poco como “El coime y el ocho”, ambientado en las partidas de billar y las apuestas en torno a estas. Aquí encuentro más interesante los casos de ir a vender un poco de sangre al hospital para tener más dinero que apostar: el relato transmite esa desesperación del protagonista en buscar la forma de hacerse de más dinero ya sea en considerar aquella opción de ir al hospital y también por apostar con los que él cree dominan menos el juego del billar, aún así no engancho con este relato, como si le faltase algo a más; “El hombre de madera”, recrea la resignación primero y luego el cambio de actitud del joven protagonista ante su padrastro: relato insípido; y sobre todo de “A las seis” donde ante el aprieto por la falta de dinero la protagonista, incentivada por la madre, aceptará la invitación de un hombre para salir: aquí increíblemente el autor utiliza catorce veces la palabra “pensé”, tornándose muy repetitivo sobre todo hacia el final del relato, pareciera que quiere plasmar el remolino de dudas de la joven ante el pasar de las horas pero al usar tantas veces la misma palabra se vuelve cansativo encontrando el cuento sin estética ninguna. 

Por otro lado alternan relatos mucho más logrados como el breve “Juan” que cierra el libro, de solamente una página, en donde la resignación de su fatal destino lo convierte ante todos en el más valiente. Deja muchas cosas en el aire prestándose a varias interpretaciones, y ahí encuentro la riqueza de este relato. Es muy rítmico también, llegas al final y pareciera que puedes continuar nuevamente desde el inicio en un sin fin repetitivo hasta el infinito; tiene un toque místico, quizá fantástico. “La velas de Mundito”: el del título es un niño que será adoptado por su tía y pasará a ser considerado como un hermano para su primo, y cuando todo era felicidad para él vendrá la noticia de que su ahora mamá está embarazada. Nos muestra hasta donde puede llegar la malicia en un niño al temor de sentirse relegado, hasta lo más profundo de su ser. El autor consigue plasmar en aquel niño toda la candidez y pureza hasta en sus más viles deseos. “El lindero” donde el autor nos lleva a las tierras de cultivo desapropiadas por una deuda. En sus cavilaciones ante la injusticia y viendo cómo otros se transforman al convertirse en soldados Lisandro tomará una drástica desición. Aquí se respira pobreza y desesperación y aún en este ambiente Lisandro no querrá optar por lo más fácil, el irse y enrolarse dejando a su padre en medio de la miseria, optará por hacer algo aunque esto lo convierta en un fugitivo. “Siete reales” es triste, aquí también la pobreza y resignación están presentes en cada línea de esta historia y es vista y analizada desde la perspectiva del niño protagonista. 

Y los que más disfrute proporcionaron fueron “Cuando regresa el humo” que tiene un ritmo muy rápido, y un final inesperado, hasta para su protagonista; para cuando él se entere estará en el umbral de la muerte. “El disparo” también cuenta con final inesperado y sorpresivo, puesto que la bala que Genaro anhelaba disparar no llegará a quien esperaba acertar. El que da nombre al libro: no busques Maguaraya en Google, no existe, es un pueblo inventado, así como Macondo, y es el lugar donde Goyo no auxiliará a un agonizante, abandonándolo a su infortunio, sin imaginar que ese hecho cambiará drásticamente su futuro. 

Todos estos relatos son muy realistas, pareciera que Lorenzo Fuentes nos regalara escenas de un cotidiano que él presenció como mudo testigo de esos tristes hechos, donde la pobreza, miseria, y muerte están presentes, y, aunque por algunos momentos pareciera haber un pequeño espacio para la esperanza la dura realidad caerá encima de los personajes como haciéndoles saber que eso es un lujo al cual ellos no están destinados a acceder. 






         Siete Reales

- Vendí la madera. 

- Ah, sí. 

- Mire el dinero. 

- No, quédate con él. Vamos a ver a tu tío. 

- ¿Mamá está bien? 

- Está mejor. Pasa a verla. Pero apúrate. Nos vamos enseguida.
Dí dos zancadas y me atrapó la oscuridad del cuarto. Mi madre, tendida en el lecho, no cesaba de toser. 

- Vieja, ¿estás mejor? 

- Sí..., mejor. 

Iba a preguntar: “¿Y la tos?” pero no me salió una palabra. Mi madre llevaba ya cerca de ocho meses con las espaldas clavadas a la cama. El médico que había venido tres o cuatro veces hablaba siempre con mi padre lejos de mí. Lo único que pude oír en cierta oportunidad fue que debíamos mudarnos, preferiblemente al campo, y que a mi madre no le convenía una casa como en la que estábamos viviendo. 

- Voy a salir con papá –dije al cabo de un rato-. Vamos a casa de tío Eusebio. 

         - Está bien hijo. 

Otras dos zancadas y de nuevo el sol me manoseó la cara. Un sol que caía oblícuamente, adelgazando hasta lo increíble nuestras siluetas en la acera. Mi padre tenía ahora un andar ligero que no parecía suyo, distinto a su habitual manera de caminar arrastrando los pies. Yo todavía no sabía por qué.


Desde que mi padre había perdido su trabajo en la dulcería no lo veía así. Invariablemente era un hombre silencioso y pensativo. Todas las mañanas salía muy temprano y a veces volvía con unos reales en el bolsillo. Entonces la mesa se engalanaba de sardinas y de pan. Pero a menudo, a su regreso, mi madre preguntaba: “¿Hiciste algo Lucas?”, y él se limitaba a responder: “Nada”. Aquel “nada” tenía la virtud de ser la última palabra durante el día. Así discurría siempre nuestra vida. Siempre así. 

Apenas mi madre enfermó yo comencé a hacer pequeños trabajos que me dejaban todos los días algunos centavos: limpiaba de yerbas el frente de una casa, cargaba un cubo de agua, llevaba éste o aquel mandado. Luego le traía el dinero a mi padre y él lo tomaba sin mirarme a los ojos. Por eso ocurrió lo de la madera. 

- Estas tablas las pueden comprar-, dije apuntando hacia un palomar a medio destruir que estaba en el patio de la casa. Y mi padre asintió con la cabeza. 

- ¿Así que vendiste la madera?- me preguntó ahora. 

- Sí. Aquí está el dinero. 

Me toqué el pantalón a la altura del bolsillo y um tintineo metálico acompañó a las palabras. 

- Quise traerle unas naranjas a mamá, pero después pensé que hoy había que comprar las inyecciones. 

- Sí, hoy, pero quédate con el dinero. Vamos a ver a tu tío.


Seguimos caminando uno al lado del otro. Mucho después, cuando menos lo esperaba, mi padre volvió a hablar como si estuviera siguiendo el hilo de los pensamientos, como si nunca hubiéramos dejado de estar conversando. 

- Cómprate lo que quieras con ese dinero. 

Ahora sí comprendía por qué mi padre estaba contento. Tío Eusebio le prestaría una buena suma de dinero. Mamá se curaría. Nos mudaríamos de aquella casa. Era de verdad para estar contento. 

- Quise que vinieras conmigo para que te vea tu tío. 

Nada repuse. Nuestras pisadas sonaban en la acera separadas de todas las demás. 

         - Hace mucho que él no te ve. 

         - Sí. 

- Como año y medio. 

- Sí. 

A pesar de todo ese tiempo que llevaba sin ir por casa de tío Eusebio, recordaba claramente cuando se refería a él. Era un hombre delgado, como mi madre, con unos ojillos saltones, inquietos, y una nariz muy alargada. Pero no era el hombre lo que más me complacía en recordar, sino su casa, tan diferente de la nuestra. Nuestra casa era pequeña; la de él grande. La nuestra estaba construída de tablas acribilladas de agujeros y tenía el piso de cemento sin pulir. La de él era toda de mampostería y tenía a la entrada una escalinata de mármol y luego, desde la sala a la cocina, un piso de baldosas de colores, muy brillante. 

Nosotros habíamos tenido una casa igual según me contó mi madre, pero uma vez que estuve enfermo, siendo pequeño, mi padre se quedó sin ella. “Tu tío le había prestado el dinero que hacía falta y Lucas no pudo devolvérselo. Hubo que darle la casa”, explicó mi madre. Yo le dí vueltas en la cabeza a la idea y terminé sin comprender. “¿Tío Eusebio se la quitó?”, pregunté entonces. “No, hijo, no. Fue un negocio. Pero es que tú no entiendes. No entiendes estas cosas”. 

Claro que yo no entendía estas cosas ni debía hacer una pregunta así sobre mi tío que era tan bueno y que le había prestado un dinero a mi padre cuando yo estuve enfermo. Por eso también estaba seguro de que tío Eusebio nos prestaría ahora todo el que necesitábamos. 

Cuando llegamos, mi padre me detuvo un momento en la puerta. “Ahora vas a ver a tu tío de nuevo”, me dijo alegremente. “Verás qué bien te trata mi hermano”. Pero tío Eusebio estaba tan apurado aquella tarde que, cuando mi padre dijo: “Mira a Manolito”,  solamente me miró por un instante y comentó: “Está grande”. Fue tan breve la cosa que no alcanzó ni a ver mi sonrisa de orgullo porque un hombre tan importante me mirara y dijera:  “Está grande”.
Luego mi padre se fue a hablar con él lejos de mí como hacía siempre  con el médico. Yo sólo pude oír algunas frases sueltas de vez en cuando: “Pero Lucas, con qué garantía puedo hacerlo? ... Claro, claro que lo comprendo.... Qué más quisiera yo, hombre. La cosa no está buena, apenas se hacen negocios, apenas...” Yo estaba absorto mirando al jardín, donde habían nacido unas flores junto al canal y al columpio; no necesitaba escuchar. Después de todo era mejor no escuchar. Ya estaba cansado oír hablar de dinero. De que hace falta para esto y para lo otro. De que hay que pagar las medicinas y el alquiler y la comida. De que si no se tiene no se puede uno ni menear. “Es que todos pueden disponer de él”. Al cabo de los años, sin embargo, he comprendido que nada se resuelve simplemente con pensar así y que es necesario desbaratar muchas sombras para que la gente comience a ser feliz.


Media hora, una hora, no sé cuánto después salimos de casa de tío Eusebio. Mi padre caminaba otra vez lentamente, arrastrando los pies. Y un temor incomprensible comenzó a invadirme. Algo estaba mal. Mi padre no decía nada. Y era como si fuese necesario ahora comenzar a poner los pensamientos a revés. Mi madre no se curaría. No nos mudaríamos de aquella casa. No había ya motivos para estar contento. 

- ¿Cuánto te dieron por la madera? –preguntó al fin mi padre. 

- Siete reales. 

Y sin mirarle a los ojos ni dejar de caminar, metí la mano en el bolsillo y le entregué el dinero aquel.

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