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viernes, 31 de diciembre de 2010

No somos nada, ROL




Último post del año, después de freír "n" bolitas de bacalao, antes de partir a la reunión familiar, y mientras mi esposa se prepara, dejo algunas historietas de ROL.

Puedo estar equivocado, pero considero esta manifestación artística parte de la literatura y cultura de un país.

Como siempre, haciendo click en cada recuadro podrán verlo en un tamaño mayor.

Que el próximo año sea tan bueno y/o mejor que el que se acaba.

















Primer libro de Raúl Rivera Escobar "ROL", editado en 1998. En la foto presentando su tercer libro:

domingo, 26 de diciembre de 2010

Juan Salvador Gaviota, Richard Bach / El delfín, historia de un soñador, Sergio Bambarén



Título original: Jonathan Livingston Seagull, a story;
Año : 1970;
Autor: Richard Bach;
Título en português: A história de Fernão Capelo Gaivota;
Título en español: Juan Salvador Gaviota;
Traducción al portugués: Antônio Ramos Rosa y Madaléna Rosalez.
Editorial Nórdica Ltda. 1977.


Este libro formaba parte de un conjunto de lecturas en la escuela, hace algún tiempo ya. Es una lectura ligera, con una historia simple pero que, para un niño que cursa la primaria hace que el mensaje que guarda sea motivador: creer en tus sueños, hacer lo que más te gusta, y esa analogía tan trillada como efectiva: no sólo vivir para pescar sino pescar para vivir.


(Portada de la revista "Time" del 13 de noviembre de 1972)


Juan Salvador Gaviota es un soñador, y quiere hacer algo más que el resto de su bando se limita a hacer día tras día. Lo califican de irresponsable y llega a ser expulsado de su grupo. Él quedará libre para hacer lo que le plazca, encontrando compañía de dos gaviotas puras y brillantes, divinas, quienes se comunican con él, motivándolo. Llegará así, tras duro entrenamiento, a ejecutar nuevas maniobras en el arte de volar, conociendo técnicas nuevas y alcanzando velocidades inimaginables. Juan Salvador Gaviota retornará con su bando, sin llegar a juzgarlos, y sin ningún rencor en su ser, perdonará, y alentará posteriormente a otras como él, que soñaban con hacer algo diferente, a motivar y a realizar sus sueños, entre ellos su amigo Francisco Gaviota, quien quedará como instructor antes de que, Juan Salvador Gaviota literalmente desaparezca.





Título Original: El delfín, historia de un soñador;
Autor: Sergio Bambarén;
Año: 1997;
Título en portugués: O golfinho, a história de um sonhador;
Traducción al português: Márcia Frazão;
Editora Academia de Inteligência / Editorial Planeta, 2008.


Hace unos meses hubo en las Livrarías Curitiba un buen descuento en muchos libros que ahí ofrecen: entre diversos títulos y portadas había una con un delfín, que sobresalía con esa banda roja diferenciando aquel libro del resto: “¡Más de 10 millones de libros vendidos en todo el mundo!”; la obra prima de Sergio Bambarén en la actualidad quizá ya superó esa cifra.


(Foto de Ernesto Arias, tomada del decano peruano El Comercio)


Daniel Alexandre Delfín es un soñador, y quiere hacer algo más que el resto de su grupo se limita a hacer día tras día. Él sueña con la onda perfecta, decidiendo un buen día abandonar su grupo y adentrarse en la inmensidad del océano, buscando así el propósito de su vida. Una voz divina, la voz del mar, lo aconsejará y guiará. Conocerá en su aventura otras especies con las que intercambiará algunos pareceres, como el pez –sol, quien sueña con poder tocar algún día aquella estrella; un tiburón, afligido por su fama de voraz asesino; un viejo delfín, quien como él también era un soñador; y una ballena jubarte o jorobada, quien a pesar de su grandeza es temerosa de una especie llamada hombre. Daniel Alexandre Delfín encontrará la ola perfecta en el mismo instante en que encontrará dos ejemplares de aquella especie de quien la ballena jorobada teme, comprobando que estos seres dominan las olas al igual que él. Luego de aquella experiencia retornará a su grupo e inculcará lo aprendido. Tendrá varios alumnos, entre ellos Miguel Benjamín Delfín quien finalmente quedará como instructor tras la partida definitiva de Daniel.

Tener un escritor peruano quien con su primer libro llegue a ser best seller en el mundo entero no es de todos los días -ni Vargas Llosa antes del premio nobel, y quizá ni después-, así que merece ser leído, por lo menos por cultura general. Sin embargo, para quienes ya habíamos leído el libro del estadounidense Richard Bach es imposible el no compararla con la obra de Sergio Bambarén.

Ya en la revista “Punto de Equilibrio” del Programa de Coyuntura Económica del Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico, en su edición de noviembre del 2008, Víctor Andrés García-Belaúnde Velarde realiza la crítica titulada “Como transformar una gaviota en delfín…, y que nadie se dé cuenta en el intento”, donde da cuenta de las coincidencias entre ambas obras:

- Los nombres (ambos se apellidan según su especie);

- El descontento con la rutina de comer y vivir bien;

- La realización de una actividad solitaria mal vista por la comunidad (sea volar o correr olas);

- El hallazgo de nuevas maneras de realizarla (volar más rápido o correr olas más grandes), olvidándose de pescar y comer. A ello sigue el reproche de la comunidad por el incumplimiento de las reglas, el exilio, el encuentro con dos compañeros de aprendizaje, el retorno a la comunidad y posterior apostolado, y, finalmente, el desvanecimiento de los protagonistas en pleno ejercicio de la actividad liberadora, sea esta volar o correr olas.


Da cuenta también de la frase al final de ambas obras, esto en la edición en castellano:

- “Inclusive, la frase con la que concluye cada autor es similar: “Su carrera hacia el aprendizaje había empezado”, en Juan Salvador Gaviota, y “ (…) su viaje al reino de los sueños había empezado”, en Daniel Delfín.”

Al tener las ediciones en portugués la comparación de esta última frase no puedo realizarla, pero hay otra frase, también al final de ambas obras muy parecidas:

- “Bem, então não está longe o dia em que aparecerei na sua praia e lhe mostrarei uma ou duas coisas acerca do vôo!
(Juan Salvador Gaviota, página 152.)

- “Um dia ainda vou te encontrar, Daniel”, pensou, “e vou te ensinar umas coisinhas a mais sobre o surfe!
(El Delfin, página 98.)

Agregaría también otra coincidencia: la obra de Bach viene con fotografías (de Russel Munson) de diversas gaviotas, mientras que la obra de Bambarén viene con dibujos (de Oscar Astromujoff) de diversos delfines.

Hasta en el inicio encuentro algo similar:

- “Ao verdadeiro Fernão Capelo Gaivota que vive em todos nós.
(En la obra de Richard Bach, página 9.)

- “Para o sonhador que há dentro de cada um de nós.
(En la obra de Sergio Bambarén, página 7.)

Lo curioso es que “El delfín” ya tiene 13 años de ser publicada, en todo el mundo, y en más de 37 idiomas; tiene hasta película animada (que está en la locadora cerca de casa). La gaviota de Bach también tiene una película donde la excelente banda sonora -realizada por Neil Diamond- destacó más que el film en sí.

Be - Neil Diamond - Banda sonora de Jonathan Livingston Seagull


Skybird - Neil Diamond - Banda sonora de Jonathan Livingston Seagull


Por otro lado, no existe pronunciamiento al respecto por ninguno de los autores. Nadie le ha preguntado a Bach su parecer sobre “El delfín”, pero lo más impresionante, en los diversos programas y entrevistas nadie le pregunta a Bambarén sobre este “rumor” acerca de las “coincidencias” que algunos de sus lectores han encontrado, y que creemos es más que una influencia. ¿Será que los diversos entrevistadores (hasta estadounidenses) no han leído el Juan Salvador Gaviota de Bach?

Siempre Bambarén repite que conoció a aquel delfín que dio origen a la historia surfeando en la playa Guincho de Portugal. Hasta me he encontrado con un comercial de un banco peruano (excelente comercial por cierto, de J. Walter Thompson, que parece trabajar sobre la alegoría de la caverna de Platón.) basado en la historia del escritor peruano.



Después de leer ambos libros estoy entre los que creemos que la obra prima de Sergio Bambarén hace honor a la palabra formada por las primeras cinco letras de su apellido; muy lindo para ser realidad.

El mensaje es el mismo, y sería interesante leer ambas obras seguidas y que -como siempre- cada uno saque sus propias conclusiones.


Fuente:

- Texto de la reseña de Víctor Andrés García-Belaúnde Velarde alojado en la página web de la revista Punto de Equilibrio de la Universidad Del Pacífico:

http://www.puntodeequilibrio.com.pe/punto_equilibrio/01i.php?pantalla=noticia&id=15727&bolnum_key=27&serv_key=2100

lunes, 20 de diciembre de 2010

La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, Gabriel García Márquez




La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada; Editorial Hermes 1972.


Siempre que leo, descubro, o redescubro algo sobre Vargas Llosa, me nace ipso-facto la acción casi inconsciente de hacer lo mismo con algo referente a García Márquez, y viceversa. Aunque ellos decidan continuar peleados, yo los junto, los amisto, mediante sus obras, al final, son dos maestros de la literatura latinoamericana. Tenemos el lujo de tenerlos vivos -al igual que Carlos Fuentes, otra “fiera”-, y disfrutar de cada artículo, discurso, u obra que editen.

Los cuentos que conforman esta obra fueron escritos en diferentes momentos, y editados en conjunto bajo el título del relato que cierra este libro. Esta obra fue lanzada simultáneamente en cuatro casas editoriales en diferentes países: la española Barral Editores; la argentina Editorial Sudamericana; Monte Ávila Editores, de Venezuela; y la que poseo, la mexicana Editorial Hermes, todas respetando el mismo diseño y carátula. Dos de estos cuentos que aquí aparecen (el primero y el quinto) fueron editados -entre otros de Gabo- por separado, a finales del siglo pasado en una cuidada edición por Editorial Norma, e ilustrada magistralmente por la escritora e ilustradora española Carme Solé Vendrell. La edición brasileña de esta empresa fue publicada por Editora Record a inicios de este siglo, manteniendo la misma calidad al igual que su par en castellano.

En “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, escrita en 1968, Pelayo comparte su asombro con Elisenda, su mujer, al encontrar aquel personaje del título atrapado en medio del lodazal, cual polilla en un par de gotas de agua, en vanos intentos por ponerse en pie; tienen un ángel entre ellos, y sacarán partido de esa divina visita.




El mar del tiempo perdido”, data de 1961, es el cuento más antiguo de este conjunto. Tobías primero, y luego el pueblo todo sentirán en el ambiente un profundo olor a rosas. Herbert, autoproclamado el hombre más rico de la tierra, llegará a ese pueblo con la intención de solucionar los problemas de los pobladores a cambio de singulares pedidos. El señor Herbert caerá en un profundo y largo sueño, y, al despertar, ante la pobreza que los rodea, invitará a Tobías ir con él a buscar comida al fondo del mar, encontrando algo inimaginable.

En “El ahogado más hermoso del mundo”, de 1968, unos niños juegan inocentemente con una masa, enredada en algas y otros restos que el mar varó, sin saber que era un cadáver. El pueblo era tan pequeño que supieron rápidamente que el muerto no era de ellos, sin embargo, al descubrir la máscula belleza de aquel fiambre hará que los pobladores lo adopten como suyo, rindiéndole honores y manteniéndolo en sus recuerdos en el futuro, dejando de ser un “NN” y pasando a ser uno de ellos, uniendo y convirtiendo a todos los pobladores en una sola familia.

Con “Muerte constante más allá del amor” de 1970, el senador Onésimo Sánchez conocerá en Laura Farina el amor de su vida. El único problema es que le quedaban seis meses y once días de vida. Nelson Farina, padre de la ninfa, siempre obtuvo un rotundo rechazo ante sus varios pedidos de que el senador le regularice sus papeles, ya que éste ha huido del encarcelamiento que cumplía por descuartizar a su primera mujer. Al saber que el senador está embobado por su hija lo chantajeará, mandándola ante él muy bien trajeada, y protegida.

En “El último viaje del buque fantasma” de 1968, el personaje que narra esta historia ve nuevamente aquello que vio cuando niño y nadie le creyó: un trasatlántico más largo que todo el pueblo y más alto que la torre de su iglesia. Emocionado, y con rabia, intentará guiarlo, ante los ojos de los incrédulos del pueblo, obteniendo así su redención. Esta historia está estructurada solamente con comas (,) El único “punto” que encontrarán en esta historia será el “final”, y aún así, en ningún momento, se siente forzado el hilo de la trama.



Blacamán el bueno, vendedor de milagros”, también de 1968, es junto con el tercer, y el último relato, lo mejor de este conjunto. Blacamán, el bueno, nos narrará los diversos y originales vejámenes que padeció por parte de su antítesis, Blacamán, el malo, y también, cuando todos crean que en un derroche magnánimo, ejecuta el perdón, asistiremos a su dulce venganza.

Finalmente, en el cuento que intitula el libro, escrito en el año en que se publicó esta obra (1972), estamos ante esa abuela que ninguna nieta gustaría tener. Ella, hasta dormida continuaba ejecutando órdenes a la adolescente Eréndira, quien en un fatal descuido acabará incendiando los bienes de la vieja, comenzando así su calvario. Su protectora, con una pasmosa tranquilidad, le augura un doloroso futuro: le pagará hasta el último centavo con el sudor de su piel, sacando inicialmente el mejor precio posible por lo único que ella tenía, su virginidad, para continuar su vida inmersa en el meretricio, que su hábil abuela sabía administrar. Un día, llegará ante su carpa Ulises, un joven de rostro angelical, y ella descubrirá con él que puede sonreír, teniendo un cachito de felicidad. Ulises, bajo la presión de ella, elucubrará diversos planes para libertar a su amada, hasta considerar como una opción válida, el asesinato de la vieja.

La abuela es parsimoniosa hasta cuando le comunica a su nieta de su eterna deuda, y por ende, la eterna esclavización. Sólo cuando tiene que blandir su cayado defendiendo lo que cree de su propiedad -refiriéndose a su nieta, generalmente-, eleva su voz e impone una actitud fuerte. Eréndira es sumisa al máximo: ante todo lo exigido por la vieja ofrece por respuesta un “sí abuela”, pero su personalidad cambiará totalmente al conseguir la tan ansiada manumisión.

En este excelente relato encontramos breves apariciones y/o menciones de personajes de los cuentos que lo anteceden. Así, por ejemplo, aparece el senador Onésimo Sánchez, personaje del cuarto relato, quien firmará una carta garantizando las buenas costumbres y moralidad de la abuela; Ulises declara ser nieto de un hombre con alas: quien debe ser el personaje del primer relato.

Es redundante mencionar, acerca de una obra de Gabo, sobre aquella magia que rodea sus historias: un conejo resucitando con un golpe y saltando por los aires; un mar fosforescente; tener el poder de resucitar a los muertos; sangre verde, oleosa, como miel de menta, etc. Después de leer algún texto de Gabo, dan ganas de leer la Biblia.



Blacamán el bueno, vendedor de milagros

Desde el primer domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de terciopelo pespunteados con filamentos de oro, sus sortijas con pedrerías de colores en todos los dedos y su trenza de cascabeles, trepado sobre una mesa en el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y las yerbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los pueblos del Caribe, sólo que entonces no estaba tratando de vender nada de aquella cochambre de indios sino pidiendo que le llevaran una culebra de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el único indeleble, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes, tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alguien que parecía muy impresionado por su determinación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un frasco una mapaná de las peores, de ésas que empiezan por envenenar la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario de pacotilla se derrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que un acorazado del norte que estaba en el muelle desde hacía como veinte años en visita de buena voluntad declaró la cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y la gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la función del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echando espuma de hiel por la boca y resollando por los poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los cascabeles le cascabeleaban por todo el cuerpo. La hinchazón le reventó los cordones de las polainas y las costuras de la ropa, los dedos se le amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del color del venado en salmuera y se le salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco, pero también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los infantes de marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle retratos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, una porque no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que por lo menos el alma se le desenvenenara. Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sencillamente la mano de Dios en un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había inventado como negocio, sino por el bien de la humanidad, y a ver quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me amontonen que para todos hay.

Por supuesto que se amontonaron, y que hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almirante del acorazado se llevó un frasquito, convencido por él de que también era bueno para los plomos envenenados de los anarquistas, y los tripulantes no se conformaron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los calambres le torcieron el brazo. Era casi de noche y sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó con la mirada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayudara a guardar los frascos, y por supuesto se fijó en mí. Aquella fue como la mirada del destino, no sólo del mío sino también del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como si hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su botica de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien parecía el sepulcro de un erudito, cuando el debió verme por dentro alguna luz que no me había visto antes porque me preguntó de mala índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano de padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no hacía más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de risa me preguntó cuál es la ciencia que más quisieras conocer en el mundo, y esa fue la única vez en que le contesté sin burlas la verdad, que quería ser adivino, y entonces no se volvió a reír, sino que me dijo como pensando de viva voz que para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más difícil de aprender, que era mi cara de bobo. Esa misma noche habló con mi padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios, me compró para siempre.

Así era Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles, pero cuando la buena suerte se le volteaba se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara de tanta autoridad que durante mucho años seguían gobernando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que volvió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tenderete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que volvían transparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infundir el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se fundaba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado de japonés, y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo que pudiera, mientras él destripaba la gramática buscando el mejor modo de convencer al mundo de su nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y señores, a esta criatura atormentada por las luciérnagas de Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar ni la fecha en que estábamos, así que él me desahució como adivino porque el sopor de la digestión te trastorna la glándula de los presagios, y después de descalabrarme de un trancazo para componerse la buena suerte resolvió llevarme donde mi padre para que le devolviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por encontrar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se puso a fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante ventosas con la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la noche quejándome de las palizas que él me daba para conjurar la desgracia, tuvo que quedarse conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y se le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcionó tan bien que no sólo cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelias según la posición y la intensidad del dolor. En esas estábamos, convencidos de haber burlado otra vez a la adversidad, cuando nos alcanzó la noticia de que el comandante del acorazado había querido repetir en Filadelfia la prueba del contraveneno, y se convirtió en mermelada de almirante en presencia de su estado mayor.

No se volvió a reír en mucho tiempo. Nos fugamos por desfiladeros de indios, y mientras más perdidos nos encontrábamos más claras nos llegaban las voces de que los infantes de marina habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por precaución, sino también a los chinos por distracción, a los negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes, y después arrasaron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde les había salido aquella rabia, ni por qué nosotros teníamos tanto miedo, hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo allí tuvo ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo con trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le llevara aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una misión colonial, engañados con la esperanza de que pasaran los contrabandistas, que eran hombres de fiar y los únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de salitre. Al principio comíamos salamandras ahumadas con flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reírnos cuando tratamos de comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de agua de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos hacía el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte, simplemente me acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba con el recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspirando a través de las paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nunca y estuvo la noche entera vigilándome la agonía, pensando con tanta fuerza que todavía no he logrado saber si lo que silbaba entre los escombros era el viento o su pensamiento, y antes del amanecer me dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que me la torciste me la vas a enderezar.

Ahí fue donde se echó a perder el poco de cariño que le tenía. Me quitó los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó piedras de salitre en las mataduras, me puso en salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos para macerarme al sol, y todavía gritaba que aquella mortificación no era bastante para apaciguar a sus perseguidores. Por último me echó a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas maduras y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de comer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de moler, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y fortuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba encima las sobras de sus almuerzos y tiraba por los rincones pedazos de lagartos y gavilanes podridos para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y solamente me quedó el rencor, de modo que agarré el cuerpo del conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión de que era él y no el animal el que se iba a reventar y entonces fue cuando sucedió, como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos caminando por el aire.

Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los palúdicos por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta, desaguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidente o peloteras, por veinticinco si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro gesto de calamidades públicas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante arreglo especial, a los locos según su tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud, y a ver quién se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a la izquierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y quedan curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguardiente hasta matar la idea, y vengan los maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que ya no hago es resucitar a los muertos, porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al principio me perseguía un congreso de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me amenazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomendaron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La verdad es que yo no gano nada con ser santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo que único que quiero es estar vivo para seguir a pura de flor de burro con este carricoche convertible de dieciséis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas de Nueva Orleans, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turistas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por comprar los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, las medallas con mi perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.

Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabeles para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que entonces no estaba tratando de vender ningún contraveneno sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los infantes de marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme después de haber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi madre que esta prueba de hoy no es nada del otro mundo sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes sino aguantando las ganas de llorar. Cómo sería de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de marina no se atrevieron a disparar por temor de que las muchedumbres dominicales les conocieran el desprestigio. Alguien que quizá no olvidaba las blacabunderías de otra época consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él las destapó con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las comió, señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a rezar por mi descanso, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no incurrió en estertores de ópera sino que se bajó de la mesa como un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló el último suspiro entre sus propios brazos, todavía aguantando sus lágrimas de hombre y torcido al derecho y al revés por el tétano de la eternidad. Fue ésa la única vez, por supuesto, en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo entero, le hice cantar una misa de tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una colina expuesta a los mejores tiempos del mar, con una capilla para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado el malo, burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando estas honras me bastaron para hacerle justicia por sus virtudes empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes de que a Santa María del Darién se la tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos, y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado de rosas y el corazón me duele de lástima por sus virtudes, pero después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros del baúl desbaratado, y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resucitar, pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Sincronia, Merlot 2009




Vinícola Franco Italiano; Sincronia; Merlot 2009; 12% Grad. Alc; Colombo, Curitiba, Paraná, Brasil.


La sorprendente bodega Franco Italiano nos obsequia este vino merlot, que ofrece más por el poco precio que se paga. La atención allí siempre es de primera, y, aunque ya conozcas sus pequeñas instalaciones, nunca está de más recorrer el interior de esta casa, sus modernos toneles de acero inox en el primer piso (que en Brasil llaman “térreo”), y su sótano, húmedo, lúgubre, con barriles de roble norteamericano a un lado, y cientos de botellas en otro, donde reposa el vino que, sin mucho “ruido” -como las grandes vinícolas de Bento Gonçalves en Rio Grande do Sul acostumbran hacer-, comercializan, produciendo vinos muy honestos y muy agradables, considerando el bajo costo de ellos.
Este merlot 2009, al igual que el shiraz que probamos hace unos meses, sorprendió y agradó.

De un violeta oscuro, que tiñe las paredes de la copa, mas no forma lágrimas intensas; parece encorpado a la vista. En el aroma se siente guindondes, frutas secas, y un poco de clavo de olor; el aroma en sí es tenue. En la boca, no confirma el cuerpo que denota a la vista, pero sin llegar a ser aguado, corpulencia mediana; posee una astringencia mediana, muy agradable, no esperada, se siente algo de chocolate, y, en la primera copa había una sensación de mentolado presente, que en la segunda copa (45 minutos después, aproximadamente) no se sintió. Tanicidad equilibrada, no te cierra la boca, pero te deja una mediana sequedad (definitivamente más de lo esperado) muy agradable que perdura un buen tiempo en la boca.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Cock & Bull, Will Self



Cock & Bull: Twin novellas; Cock & Bull: Histórias de phadas e phodas; Cock & Bull: historias gemelas; Will Self, 1992; Geração Editorial 1994.

Si inicialmente piensas que “Cock” se refiere a algún “gallo” estás totalmente equivocado. En esta primera historia encontramos a Carol, una inglesa que se ve sorprendida al ver cómo le va naciendo un pene cerca de la vagina. Lo mejor es que lejos por preocuparse, va asimilando su nueva condición hermafrodita, disfrutando su nuevo órgano sexual, explorándolo, masturbándose (con ambas manos ocupadas, una en cada órgano), y, en una de las partes más hilarantes de este primera nouvelle, llega al punto de auto-penetrarse: es cogida y cogedora, pasiva y activa, al mismo tiempo. Sin embargo, ese no es el punto central de esta obra. Carol, después de aventurarse en el lesbianismo asiste a una fiesta donde conoce a Dan, futuro alcohólico, quien tuvo la fortuna de ser el primero en hacer que Carol se viniera, siendo este orgasmo el motivo para fijarse en él al punto de casarse. La relación llega al hastío y a la indiferencia rápidamente, hasta que la providencia, el destino, o vaya a saber qué, hiciera nacer en ella ese falo, arma de su futura venganza.

Dan dedica más tiempo a sus amigos, sobre todo a Dave 2, con quien asiste a Alcohólicos Anónimos. Carol utilizará toda su sensualidad femenina para hacer quebrar la resistencia de Dan al alcohol: aquel logro que con mucho esfuerzo él conseguía día a día se fue al tacho en pocos minutos, y, una vez ebrio, aflorará en ella una actitud totalmente desconocida en ella, penetrándolo como nunca él la penetró, destruyendo su esfínter, y corriéndose, a modo de venganza, por la vida miserable que junto a él tiene. Momentos después Dave 2 tocará el timbre, buscando a su amigo para ir a sus reuniones: a él también le dará guerra, y de qué manera.

En la segunda historia, John Bull, un joven atlético y musculoso, jugador amateur de rugby, y periodista deportivo, despertará una mañana encontrando una virginal vagina atrás de su rodilla en la pierna izquierda. Este nuevo órgano sexual ocupa parte de su músculo gastrocnemio -entiéndase gemelos-; él creerá inicialmente tener una herida o quemadura, yendo al hospital, donde será atendido por Alan Margoulies, un pervertido médico quien se obsesionará con este joven, e intentará ser él quien desflore la virginidad del nuevo sexo de Bull.

Aquí, a diferencia de la primera historia, el personaje central demora –aunque no mucho, ciertamente- en aceptar su hermafroditismo. No tiene resistencia alguna por la nueva experiencia homosexual.

La manera de narrar es muy directa, por trechos Self se dirige al lector, con una fuerte carga de sorna e ironía. No se preocupa (ni necesita) en cuidarse al momento de detallar al mínimo los actos, totalmente extravagantes, y aún así hay muchos momentos geniales: por más estrafalario que sea lo que nos describe no llega a ser vulgar.

En “Cock” hay también otra voz además del primer narrador, que no es de ningún personaje: como si algún dios, o algo superior se manifestase intercalando al narrador. Esta voz me hace recordar a aquel coro griego que aparece en “Mighty Aphrodite” (“Poderosa Afrodita”) de Woody Allen; aquí esta voz surge también, anunciando y guiando lo sucedido.

Ambas historias son totalmente bizarras, hilarantes por muchos momentos, salvo aquellos en que el autor se enfrasca en detallar alguna historia en la que el personaje principal se ve envuelto: sobre el señor Wiggins y su esposa sub-Carol, en el capítulo siete de “Cock”, por ejemplo. “Bull” la encuentro mejor lograda, pues las relaciones de los principales personajes (John Bull y el Dr, Alan Margoulies) ramificadas en cortas historias son igual de cómicas que la relación entre ellos. Así, encontramos la relación con Naomi, la esposa del Dr. Margoulies; los compañeros del equipo de rugby de Bull; el breve pero muy jocoso relacionamiento con la travesti Ramona; las aventuras del Dr. Margoulies junto al pervertido Dr. Krishna Naipaul. El resultado final es muy divertido.



Will Self (1961) es un periodista y escritor inglés, formado en filosofía en Oxford. Fue historietista en New Statesman. Su primer libro de cuentos “The quantity, Theory of insanity” de 1991, se llevó el Premio Geoffrey Faber Memorial del mismo año. Self llegó a la Bienal do Livro de São Paulo en 1994, donde pasó casi desapercibido, aunque ya habían dos libros de él editados en portugués: el del presente post y “My idea of fun” (“Minha idéia de diversão”), ambos editados por “Geração Editorial”. Luego vendría la publicación de “Great apes” (“Grandes símios”), “How the dead live” (“Como vivem os mortos”), “The book of Dave” (“O livro de Dave”) y la última “The butt” (“A guimba”), estas cuatro últimas editadas por Alfaguara Brasil, haciéndolo regresar a este país en el 2007, en aquella ocasión a la FLIP (“Festa Literária Internacional de Paraty” ) en Rio de Janeiro.

Self, consumidor de drogas duras desde los doce años, tuvo mucho destaque en la prensa amarilla británica cuando era reportero del “Observer”, por ser pillado consumiendo heroína en el baño del avión del Primer Ministro John Major en 1997.

Nunca había escuchado hablar de este autor, y, buscando libros de él por internet, en nuestro idioma, solamente encontré “Grandes simios”, editado por Anagrama. Me imagino que debe haber –como lo hay en portugués- traducciones de otros libros suyos, y por haber hecho una búsqueda ligera no los encontré. Sería una lástima, que no haya otras obras de Will Self traducidas y editadas en español.

martes, 7 de diciembre de 2010

Los jefes, Los cachorros, Mario Vargas Llosa



Los jefes (1959) / Los cachorros (1967); Biblioteca Breve, libro 456, Editorial Seix Barral, 1981.

Desde hace ya algún tiempo nos acostumbraron a encontrar estas dos obras juntas. La primera, “Los jefes”, conjunto de relatos escritos entre 1953 y 1957 de un joven Vargas Llosa, y publicados en 1959 a los 23 años. Hasta hace muy poco esta sería la primera obra formal del arequipeño, antecedida solamente por la pieza teatral “La huída del inca” que data de 1952, aunque escenificada en Piura (con su compañero y amigo Javier Silva Ruete anunciándola, megáfono en mano por las calles piuranas), esa obra continúa inédita hasta el momento. En declaraciones a RPP (Radio Programas del Perú, principal radio peruana) el presidente de la Academia Peruana de la Lengua y decano de la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, el poeta piurano Marco Martos indicó que el primer cuento de Vargas Llosa es “El grillo y el sapo”, publicado en el diario piurano La Industria, en 1952. Será cuestión de que alguien se sumerja en el archivo de ese diario piurano, e ir encontrando otros textos, anteriores a los reunidos en esta obra.

El proprio Vargas Llosa cuenta haber destruido muchos relatos de aquella época. El cuento que abre este sexteto de “sobrevivientes” es el que intitula la obra, “Los jefes”, donde un grupo de adolescentes, escolares del emblemático colegio San Miguel, se organizan para reclamar por el cambio de modalidad al momento de tomarle los exámenes. También encontramos las discrepancias entre el narrador y Lu por ser el líder de los rebeldes.

En “El desafío”, Leonidas irrumpirá sorpresivamente en el bar anunciando la pelea (con cuchillo) de Justo con “El Cojo”. El grupo irá para acompañarlo; ellos perderán un amigo, pero Leonidas perderá mucho más.
Tanto este relato, como el primero son narrados en primera persona y están ambientados en Piura. Este cuento fue presentado por Vargas Llosa al concurso de la revista parisina “La Revue Française” que había hecho una nota sobre el Perú y organizado dicho concurso, ganando un viaje a Paris por 15 días con todos los gastos pagos, conociendo a Albert Camus, interceptándolo prácticamente para presentarle la revista de ocho páginas que editaban Vargas Llosa y tres amigos más en Lima.

En “El hermano menor”, David y Juan, harán justicia con sus propias manos, asesinando a un indígena que laboraba en su hacienda, quien había sido acusado por Leonor, la hermana de ambos, de sobrepasarse con ella. Sin saber la acción de sus hermanos, Leonor, tardíamente, hará una confesión.
Este buen relato parece de Arguedas: los costeños contra los indígenas; los ricos contra los pobres: la justicia nunca está del lado de los segundos.

Día domingo” está ambientada en Lima, en el distrito de Miraflores. Miguel retará a Rubén, amigo y miembro de su pandilla, a una prueba de resistencia a beber cerveza, todo para evitar que este se encuentre con Flora, a quien Miguel se había ya declarado, pero ella no había respondido, por ir a encontrarse esa tarde con Rubén. Miguel, tras perder rotundamente la primera prueba lo retará nuevamente, esta vez para nadar y ver quién es más rápido en el mar, en pleno invierno miraflorino. Cuando todo parece estar perdido, alejados de la orilla y rodeados de una densa neblina, en el frio mar limeño, la historia dará un giro de 180 grados a favor de Miguel.
Vargas Llosa rescata el recuerdo del barrio, teniendo en los amigos más que compinches, hermanos, con quien aprendía ciertas cosas, viéndolo como una extensión del hogar, esto fue mencionado en el discurso en la Feria del Libro Ricardo Palma del 2008 donde recibió un homenaje por parte del municipio, al que con mucha suerte pude acudir.

En “Un visitante”, “el Jamaiquino” ayudará a la policía en capturar a Numa, recibiendo a cambio su libertad. Secuestrará brevemente a Merceditas, la madre de aquel, para atraerlo al tambo, a una emboscada. Todo saldrá como lo planificado, Numa será capturado, “el jamaiquino” obtendrá su libertad, pero descubrirá que aquello no siempre es lo más seguro.
El final me deja el mismo sabor que me dejó en su momento “Salvage” o “Breakdown”, primeros capítulos de la serie de 1955 "Alfred Hitchcock Presents". Entre los personajes de la policía aparecerá el sargento Lituma, quien tendrá posteriormente otras apariciones en varias de las obras de Vargas Llosa.

El abuelo”, es el cuento que cierra esta primera parte del libro. Don Eulogio encontrará en un cráneo hallado en la calle la manera de dar un gran susto a su nieto. Limpiándola con aceite, el cráneo arderá en llamas, previo a la llegada del niño. El efecto causado será mayor de lo pensado por don Eulogio, sin embargo, lejos del arrepentimiento, con algo de vanagloria, un sosiego invadirá su ser.
Este cruel relato era también considerado, hasta ayer lunes 06 de diciembre, el texto publicado más antiguo de Vargas Llosa.

Los jefes” fue galardonada con el Premio Leopoldo Alas en 1959.
Los cachorros” es totalmente diferente. Parece una obra teatral adecuada a una novela breve. En una lectura ligera, en un ómnibus de regreso a casa, por ejemplo, puede llegar a marear, hasta que te acostumbras a “escuchar” a todos los personajes hablando casi al unísono, incluyendo los ladridos del perro, casi sin uso de puntos, por momentos, coma, guau guau, coma, dos puntos, coma….: parece un tifón. Mejor es estar sentado en casa, que bamboleante en el ómnibus, y de estar en una combi en Lima, peor.

Aquí Vargas Llosa regresa al tema del barrio, tocado en el cuento “Día domingo”, e inicia con la llegada de Cuéllar, “el chanconcito” (estudioso), quien se unirá al grupo rápidamente, sufriendo una fuerte mordida en el pene, por parte del perro del colegio, de nombre Judas, adoptando así el apodo de “Pichulita Cuéllar”. Además del problema físico, Cuéllar tendrá un profundo problema psicológico que se verá evidenciado con el transcurrir del tiempo. La chapa, que inicialmente lo incomodaba, llegó a gustarle, al punto de adoptarla y presentarse con ese nombre: “Mucho gusto, Pichula Cuéllar, a tus órdenes.” Vemos la transición del grupo, de la adolescencia a la juventud, donde Pichulita Cuéllar tendrá serios problemas de adaptación por aquella mordida, se resistirá a tener enamorada, como todos sus amigos, optando por una postura más rebelde, más “pirañón”, hasta llegar al barrio Teresita Arrarte, por quien regresará a ser el de antes, pero manteniendo su miedo y profunda timidez, hasta el tartamudeo, cuando sus amigos le reclamaban del por qué no se le “mandaba” a ella. Luego de que Teresita aceptase a Cachito Arnilla como enamorado, Pichula Cuéllar retornará a sus infantiles y estúpidas mañas, intento desesperado por llamar la atención, postura que mantendrá en su vida, hasta la adultez, muriendo en su ley.

Esta obra fue publicada posteriormente a sus dos primeras novelas, de rotundo éxito: “La ciudad y los perros” y “La casa verde”.


Ediciones brasileñas de estas obras:


"Os chefes", Editora Nova Fronteira 1976.



"Os chefes, Os filhotes", Editora Alfaguara 2010.


Qué mejor oportunidad, a pocos días de la entrega del Nobel de Literatura, que leer a Vargas Llosa, si no se hizo todavía, o releerlo, para los que ya tuvimos esa gran suerte. El efecto de una relectura es totalmente diferente. Muchos años pasaron, soy otro, pero conservo en mí a aquel que iba encontrando, emocionado por ciertas ediciones en gran estado, de a pocos sus libros, entre otros.




Día domingo.

Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo my rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatían siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la Avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras como te odio!". Y antes todavía, en la iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decidirme, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: "No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén". Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no me friego". Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella: el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo". Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.

-Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.

Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la Avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y tercer ficus, pasando el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación, pequeñitos y perfectos.

-Mira Miguel -dijo Flora; su voz era suave,, llena de música, segura-. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio.

-Todas las mamás dicen lo mismo, Flora -insistió Miguel- ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos.

-Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo -dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos, añadió: -Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.
Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.

-¿No estás enojada conmigo, Flora, no? -dijo humildemente.

-No seas sonso -replicó ella, con vivacidad-. No estoy enojada.

-Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel.. Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no?

-Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha.

Una correntada cálida y violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y ahora parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de servicios, el derecho a espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe.

-No seas así, Flora. Vamos a la matinée como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo.

-No puedo, de veras -dijo Flora-. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.

Ni siquiera en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era simple competir con un simple adversario, pero no con Rubén.

Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado.

Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando al horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.

Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama: y luego Rubén, con su mandíbula insolente, y su sonrisa hostil: estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente, mientras su boca avanzaba hacia Flora.
Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. "No la verá; decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada".

La Avenida pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce de la Avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío: había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos, le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacia Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse.

-Hola -les dijo acercándose-. ¿Qué hay de nuevo?

-Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar--. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?

-Hace siglos que no venías -dijo Francisco.

-Me provocó verlos -dijo Miguel, cordialmente-. Ya sabía que estaba aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?

Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.

-¡Cuncho! -gritó el Escolar-. Trae otro vaso. Que no esté muy mugriento.
Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo "por los pajarracos" y bebió.

-Por poco te tomas el vaso también -dijo Francisco-. ¡Qué ímpetus!

-Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo- ¿O no?

-Fui -dijo Miguel imperturbable-. Pero sólo para ver a una hembrita, nada más.

Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba La niña Popof, de Pérez Prado.

-¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita?

-Eso es un secreto.

-Entre pajarracos no hay secretos -recordó Tobías-. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?

Qué importa -dijo Miguel.

-Muchísimo -dijo Tobías. Tengo que saber con quién andas para saber quién eres.

-Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-... Una a cero.

-¿A que adivino quién es? -dijo Francisco---. ¿Ustedes no?

-Yo ya sé -dijo Tobías.

-Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes- Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es?

-No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa.

-Tengo llamitas en el estómago -dijo el Escolar-. ¿Nadie va a pedir una cerveza?

El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta:
-I haven’t money, darling -dijo.

-Pago una botella -anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.

-Cuncho, bájate media docena de Cristal -dijo Miguel.

Hubo gritos de júbilo, exclamaciones.
Eres un verdadero pajarraco -afirmó Francisco.
-Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-, sí señor, un pajarraco de la pitri-mitri.
Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la Avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en primaria, vive por la Quebrada, ¿ya captan?; simulando gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacia el asiento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.

-Lo hacía porque yo estaba ahí afirmó el Escolar-. Quería lucirse.

-Es un retrasado mental -dijo Francisco-. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad no tiene gracia.

-Tiene gracia lo que pasó después -rió el Escolar-. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro?

-¿Qué? -dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta.

-Con su navaja -dijo el Escolar-. Fíjese como le ha dejado el asiento.

El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la Avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: "Agarren a ese desgraciado".

-¿Lo agarró? -preguntó el Melanés.

-No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo.

Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie.

-Me voy -dijo-. Ya nos vemos.

-No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico, hoy día. Los invito a almorzar a todos.
Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron.

-No puedo -dijo Rubén-. Tengo que hacer.

-Anda vete no más, buen mozo -dijo Tobías-. y salúdame a Martita.

-Pensaremos mucho en ti, cuñado -dijo el Melanés.

-No -exclamó Miguel. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada.

-Ya has oído, pajarraco Rubén -dijo Francisco-, tienes que quedarte.

-Tienes que quedarte -dijo el Melanés-, no hay tutías.

-Me voy -dijo Rubén.

-Lo que pasa es que está borracho -dijo Miguel-. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa.

-¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? -dijo Rubén- ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú.

-Resistías -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver?

-Con mucho gusto -dijo Rubén- ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo?

-No. En este momento -Miguel se volvió hacia los demás, abriendo los brazos:
-Pajarracos, estoy haciendo un desafío.

Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén, sentarse, pálido.
-¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.

Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cervezas. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando alcanzaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.

-Ordena tú -dijo Miguel a Rubén.

Otras tres por cabeza.

Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía.

-Me hago pis -dijo-. Voy al baño.

Los pajarracos rieron.

-¿Te rindes? -preguntó Rubén.

-Voy a hacer pis -gritó Miguel-. Si quieres que traigan más.

En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos.

-Salud -dijo Rubén, levantando el vaso.

"Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué".

-Huele a cadáver -dijo el Melanés-. Alguien se nos muere por aquí.

-Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.

-Salud -repetía Rubén.

Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza: la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.

-¿Te rindes, mocoso?

Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.

-Los pajarracos no pelean nunca -dijo obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.

El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.

-Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mírenlo.

Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenía la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.

-Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón, que digamos, tomando cerveza.
-No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.

-Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia te corroe?

-Viva la Esther Williams de Miraflores -dijo el Melanés.

-Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar -dijo Rubén-. ¿No quieres que te de unas clases?

-Ya sabemos, maravilla -dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.

-Este no es campeón de nada -dijo Miguel con dificultad. Es pura pose.

-Te estás muriendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita?

-No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose.

-Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas?

-Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, sólo por eso ganaste.

-Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén-, que ni siquiera sabes correr olas.

-Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-. Cualquiera te deja botado.

-Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel que es una madre.

-Permítanme que me sonría -dijo Rubén.

-Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más.

-Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua también son tan sobrados.

-Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas no más, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.

-En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo. -Eres pura pose -dijo Miguel.

El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes.

-Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo.

-Pura pose -dijo Miguel.

-Si ganas -dijo Rubén, te prometo que no lee caigo a Flora. Y si yo gano, tú te vas con la música a otra parte.

-¿Qué te has creído? -balbuceó Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?

-Pajarracos -dijo Rubén, abriendo los brazos-, estoy haciendo un desafío.

-Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello?

-Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la playa.

-Están locos -dijo Francisco-. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.

-He aceptado -dijo Rubén-. Vamos.

-Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo -dijo Melanés-. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros.

-Los dos están borrachos -insistió el Escollar-. El desafío no vale.

-Cállate, Escolar -rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito que me cuides.

-Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombros-. Friégate, no más.

Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la Avenida Grau había transeúntes; la mayoría sirvientas de trajes chillones, en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.

-¿Ya te pasó? -dijo el Escolar.

-Sí -respondió Miguel-. El aire me ha hecho bien.

En la esquina de la Avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.

-Hola, Rubén -cantaron ellas, a dúo.

Tobías las imitó, aflautando la voz:

-Hola, Rubén, príncipe.

La avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca: por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama "la bajada a los baños", su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos.

-Entremos en calor, campeones -gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron.

Corrían contra el viento y la delgada bruma que subía desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas.

El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía.

-Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío...

Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casi vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, gaseosa, donde la neblina se confundía con la espuma de las olas.

-Me voy si éste se rinde -dijo Rubén.

-¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel-. ¿Pero qué te has creído?

Rubén bajó la escalerilla de tres en tres escalones, a la vez que desabotonaba la camisa.

-¡Rubén! -gritó el Escolar- ¿Estás loco? ¡Regresa!

Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió.

En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el límite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlos, antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.

-La reventazón no se ve -dijo Rubén-. ¿Cómo hacemos?

Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios.

-Esperen hasta mañana -dijo el Escolar-. Al medio día estará despejado. Así podremos controlarlos.

-Ya que hemos venido hasta aquí, que sea ahora -dijo el Melanés-. Pueden controlarse ellos mismos.

-Me parece bien -dijo Rubén-. ¿Y a ti?

-También -dijo Miguel.

Cuando estuvieron desnudos, Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones de capas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó: tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venía sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó; los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo era allí escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha líquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse -apenas, si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo, si el estallido es cercano-, aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando, disimuladamente, con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida tumbos inofensivos; el agua es clara, llana y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas.

Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo; tenía los dientes apretados.

-¿Vamos?

-Vamos.

A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión, con la que hundió una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que planea.

Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que los días de sol centelleaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón ( a la que había llegado una vez, hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verbosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas.

Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó en llamarlo con cualquier pretexto, decirle por ejemplo "por qué no descansamos un momento", pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el centro de un círculo de agua oscura, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equívoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzco y un manto de nubes, a ras del agua. Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó "fijo que eso me ha debilitado". Al instante preciso que sus brazos y piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. "No llego a la orilla solo, se decía, mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me ganaste pero regresemos". Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía.

La agitación y el esfuerzo desentumieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta.
-Creo que nos hemos torcido -dijo Miguel-... Me parece que estamos nadando de costado a la playa.

Sus dientes castañearon, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso.

-Ya no se ve la playa -dijo Rubén.

-Hace mucho rato que no se ve -dijo Miguel--. Hay mucha neblina.

-No nos hemos torcido -dijo Rubén-. Ya se ve la espuma.

En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una orla de espuma que se disolvía y, repentinamente, rehacía. Se miraron, en silencio.

-Ya estamos cerca de la reventazón, entonces -dijo, al fin, Miguel.

-Sí, hemos nadado rápido.

-Nunca había visto tanta neblina.

-¿Estás muy cansado? -preguntó Rubén.

-¿Yo? Estás loco. Sigamos.

Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde, Rubén había dicho "bueno, sigamos".
Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casi no avanzaba, tenía la pierna derecha seminmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando gritó "¡Rubén!". Este seguía nadando. "¡Rubén, Rubén!". Giró y comenzó a nadar hacia la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, sería bueno en futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos "voy a la iglesia sólo a ver una hembrita" y tuvo una certidumbre como una puñalada, Dios iba a castigarlo ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizá, el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce límites, y mientras azotaba el mar con los brazos -sus piernas colgaban como plomadas transversales-, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante crítico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: "¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!"
Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si lo desesperación de Rubén fulminara la suya, sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba.

-Tengo calambre en el estómago -chillaba Rubén-. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito.

Flotaba hacia Rubén y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores, y los hunden con ellos, y se alejó, pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: "no te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos, Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, pero no me toques". Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible para ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, "me voy a morir, sálvame Miguel", o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insólita.

-Hermanito -susurró Miguel-, ya falta poco,, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.

Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos; movió la cabeza débilmente.
-Grita, hermanito -repitió Miguel-. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer.

Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: "¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!"

Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas: le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus dos manos se frotaba también.

-¿Estás mejor?

-Sí, hermanito, ya estoy bien. Salgamos.

Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacia adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, de pie en la galería de las mujeres, mirándolos.

-Oye -dijo Rubén.

-Sí.

-No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.

-¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes.

Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.

-Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias -decía Tobías.

-Hace más de una hora que están adentro -dijo el Escolar-. Cuenten ¿Cómo ha sido la cosa?

Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:
-Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas, por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.

Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.

-Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés.

Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.


Foto tomada de la página web árabe, creo:
http://1pezeshk.com/archives/2006/05/post_254.html